Siempre que se habla de la pujanza o engrandecimiento de un país, se lo contempla desde el punto de vista de su progreso material, del incremento de sus productos agrícolas, ganaderos, o industriales, de las condiciones satisfactorias en que se desenvuelve el trabajo y, en resumen, de sus riquezas en general. Contribuyen también a formar este juicio, los factores étnicos y geográficos. La tradición, la evolución histórica, la cultura y desenvolvimiento social e intelectual, aunque corran parejos con el progreso material, se los estima comúnmente en menor grado, quizá por lo mismo que siempre constituyen una minoría en cada nación las personas cultas e ilustradas, mientras el grueso de la masa permanece estancado y abstraído por el sopor de la ignorancia.
Sin embargo, en todas las épocas son los sabios, los investigadores de la ciencia y todos los grandes hombres que se destacan en el campo de la política, de las artes, de la poesía, los que dan el rango a las naciones cubriéndolas de gloria y de respeto. No es posible pensar en la historia de un pueblo, grande o pequeño, sin asociar de inmediato el nombre de quienes encarnaron el espíritu del mismo en las altas funciones de conductores del pensamiento nativo. Pero cuando al modernizarse los tiempos, los pueblos se mercantilizan, llegan a cotizarse más por lo que tienen que por lo que valen espiritual e intelectualmente. Parecería que de esto último sólo se ocupa la posteridad.
La verdadera grandeza de un pueblo se forja en la voluntad creadora del espíritu nativo, en ese gran laboratorio del pensamiento donde los hombres de estudio y de conciencia trabajan sin descanso para ofrecer al servicio de la patria, y aun de la humanidad, el resultado de sus investigaciones o de sus inspiraciones, que maduradas en profundas combinaciones, resuelven sus problemas, aun aquellos que de tanto en tanto suelen detener la marcha de los pueblos en las distintas fases de su proceso evolutivo.
Es esa élite humana, esa minoría estudiosa y capaz, la que en todos los tiempos ha beneficiado a la humanidad, pues todos los grandes descubrimientos de la ciencia, todas las grandes directivas del pensamiento, partieron siempre de esas fuentes esclarecidas. Citar sólo algunas de ellas sería sentir de inmediato el reproche íntimo por omitir a las demás. Por ello pensamos cuán digno sería el infundir a esa gran masa que forma la mayoría, el más grande respeto y amor hacia aquellos que consagraron sus vidas al bien de la humanidad, o, en menor grado, al bien de sus respectivos pueblos. Es éste un deber de gratitud que concierne a todos los habitantes de la tierra que directa o indirectamente se beneficiaron y continúan beneficiándose con la luz de las grandes inteligencias. Ese reconocimiento traería por consecuencia una mayor comprensión de todos los que forman parte de la gran comunidad de familias humanas.