Tiénese por sabido, según la definición corriente, que política es el arte de gobernar. Mas, si la política fuera esto, se habría logrado ya, en verdad, la consumación máxima del término; por desdicha, existe a este respecto una distancia que se mantiene en muchos pueblos de la tierra sin variante alguna apreciable. En el proceso histórico de las sociedades humanas, desde tiempos inmemoriales hasta el presente, se advierten idénticas inquietudes e idéntico afán por alcanzar las posiciones directivas, mientras las organizaciones sufren los vaivenes de las luchas partidarias. Apostada cada agrupación política, proclama a gritos frente a las doctrinas adversas, la calidad insuperable de sus postulados, y cada una, por su parte, empuja por todos los medios a su alcance la decisión mayoritaria que habrá de darle el triunfo.
Más claramente, la política podría definirse como el arte para llegar al gobierno, pues la capacidad para desarrollar el proceso del propio cometido hasta conseguir el fin propuesto en el campo de la política, no implica en modo alguno la capacidad para guiar el proceso de los demás.
El arte de gobernar empieza a aprenderlo el hombre el día en que asciende al poder, siempre que las tareas, problemas y conflictos que debe atender y enfrentar, le permitan ejercer libremente, sin presiones extrañas a su función, ese difícil arte.
La política suscita enconos y temores, los que rara vez abandonan al gobernante, por mejor intencionado que sea, por cuanto las críticas o ideas adversas a sus gestiones de gobierno parecerían impedir que se apague el tizón de las pasiones que movieron y empujaron a las lides partidarias en plena efervescencia electoral. Y es extraño, casi diríamos, inverosímil, que un ciudadano llegue a la más alta función pública sin haberse apoyado en fuerzas populares ni contraído compromisos de diverso orden, todo lo cual reclama luego para sí el poder de señalar derroteros y decisiones. ¿No se ha visto muchas veces a partidos políticos absorber la voluntad del jefe de Estado, imponiéndole sus decisiones y mandatos? ¿Y no es, acaso, el temor de ser abandonado por los que le llevaron al poder lo que hace a éste ceder a sus exigencias, o a las de los que le prestaron su concurso o le sirvieron en los momentos febriles de la lucha?
La nave del Estado debe surcar aguas agitadas por tormentosas corrientes cada vez que un nuevo capitán empuña el timón, y es de muy seria gravedad para un barco que se halla capeando temporales en alta mar, que comiencen también a agitarse sus tripulantes, ya por falta de víveres, ya por cuestiones de las que nunca faltan, y que se suscitan, generalmente, cuando las situaciones se tornan indefinidas.
Ceder constantemente a las exigencias de las fuerzas populares que prestan apoyo, no implica manejarlas, orientarlas ni encauzarlas hacia finalidades superiores de gobierno.
Cuando la inteligencia logra dominar a las fuerzas ciegas para que éstas sirvan al bien general, como, por ejemplo, las que generan las potencias eléctricas, de inmediato surge la claridad y el orden; pero si, por el contrario, son las fuerzas ciegas las que paralizan a la inteligencia convirtiéndola en autómata, pronto reina la oscuridad y el caos.
En el desarrollo de los movimientos ciudadanos se cumplen etapas en las que predomina el pasionismo partidario; son fuerzas ciegas que convergen en una sola dirección: alcanzar el poder. Mas una vez en él, esas fuerzas deben tornarse en fuerzas inteligentes que atemperen y encaucen a todas las demás hacia una conciliación armónica de los intereses generales.
El arte de gobernar consiste, pues, en realizar una obra maestra plasmando en el gran cuadro de la vida nacional, la perspectiva de un porvenir en el que aparezcan diseñados los esfuerzos y afanes de todos los habitantes del país, cada uno en la esfera de su capacidad, posibilidad y actividad. Cualquier sector que faltara en ese cuadro, a semejanza de un color no logrado, empobrecería su perspectiva.
La obra de gobierno es en extremo ardua y difícil, tanto por la índole de los problemas a encarar y resolver, como por la multiplicidad de los mismos. El gobernante, apremiado muchas veces por la urgencia, que no siempre da tiempo a madurar las reflexiones, se ve frente a dilemas cuya solución le lleva hasta el sacrificio de sus propios pensamientos o puntos de vista.
La mente del gobernante es como su mismo despacho: un ir y venir de gente (pensamientos) que le visita para dejar sobre la mesa de las meditaciones gubernativas, problemas y conflictos que debe estudiar y resolver. Comparémosla con una amplia habitación en la que desembocan caños conductores de agua distribuídos por todas partes, y en la que apenas se logra cerrar uno se abre otro, al extremo de brotar a veces chorros aquí y allí, sin alcanzar el tiempo para taparlos definitivamente. Será, quizá, para corregir los errores cometidos por el apremio del tiempo y ejercer con más sapiencia las funciones de su mandato, que cada gobernante desea permanecer otro período más en el poder.
Lo cierto es que el arte de gobernar es el más complicado, y también el único por el que se asumen las más grandes y graves responsabilidades. No obstante, la tarea podría ser verdaderamente alivianada si el gobernante buscase la colaboración franca de su pueblo, ofreciéndole, desde luego, las garantías más amplias para expresar su libre opinión. Y es indudable que de esta manera, el ciudadano que asuma el poder, al par que gobernará, descubrirá por todas partes amigos sinceros, y, asimismo, a sus enemigos, los que a su vez habrán de servirle para afirmar sus convicciones, si la crítica de éstos no lograse demostrarle sus errores.
Esta gran ventaja tienen los gobiernos republicanos: poder sondear a diario la opinión para perfeccionar las ideas de gobierno.
Y, como en todas las cosas, de los que alcanzan a superar el arte de gobernar, quedan las obras permanentemente expuestas para ilustración e inspiración de las generaciones futuras.