Cuando en el campo de la experiencia logosófica ocurren hechos que se repiten y en los que pocas veces intervienen las mismas personas, aun cuando las circunstancias sean similares, lo natural y lógico es que se tenga de ellos una explicación que satisfaga aun a los espíritus más exigentes.
Uno de esos hechos es aquel que acontece con las personas que oyen hablar por primera vez de la sabiduría logosófica. Es muy frecuente ver cómo de inmediato y espontáneamente surge en su ánimo el gesto escéptico, al cual acompañan argumentos que poco difieren unos de otros, tales como: «Qué puede agregar la Logosofía a lo que ya sabemos». «Qué puede decir la Logosofía que ya no se haya dicho». «Qué puede traernos de nuevo». «En qué puede beneficiarnos». A esto suele adosarse este otro: «La Logosofía debe ser lo mismo que tal o cual teoría o tal o cual sistema filosófico». Habría que agregar todavía la prevención con que es escuchado aquello que por ser nuevo se imagina como una especie de ensayo o teoría en la que se agrupan ideas con fines de especulación intelectual.
Son estos prejuicios los que han demorado a muchos su vinculación directa con la sabiduría logosófica, y son esos mismos prejuicios los que la Logosofía ha destruido y seguirá destruyendo con la fuerza de su verdad y el poder de su lógica incontrastable.
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Se ha manoseado tanto y por tanto tiempo cuanto concierne al conocimiento del espíritu y a lo que se ha denominado espiritual, que, por cierto, no es sencilla ni fácil la obra que debe realizarse y no poco trabajo, esfuerzos y empeños habrá de costar restituirles el lugar en el orden de los conceptos humanos y la exacta estimación de su profundo contenido.
Se ha visto, por ejemplo, mezclar indebidamente lo espiritual con lo fenoménico, lo místico y lo religioso, resultando de ello una confusión lamentable en perjuicio de todos. De ahí que para la mayoría lo espiritual sea algo abstracto e indefinido; algo que estaría reñido con lo material, es decir con lo físico; más claro aún, con todo cuanto concierne a la vida del ser en sus aspectos prácticos y concretos.
Esta posición tan admitida en el mundo corriente, resta, como es natural, valor e importancia a las preocupaciones de orden espiritual que, indudablemente, cada ser debe tener en sus momentos de reflexión íntima. De este modo, todo aquello que se ha relacionado con lo espiritual o el espíritu, propiamente dicho, fue y continúa siendo relegado a un plano secundario, con el agravante del escepticismo que ha rodeado habitualmente a lo que se dio en llamar, especulaciones del espíritu.
Pero he ahí que la realidad es muy otra y que la sabiduría logosófica descubre ahora el verdadero fondo de esta cuestión. Con recursos convincentes ella demuestra que el espíritu del ser se manifiesta a su razón por dos medios y expresiones diferentes, los cuales se comunican entre sí y se identifican como propiedad individual. Esos medios a que nos referimos son su mente, con su maravilloso mecanismo psíquico, y su naturaleza sensible, con su no menos extraordinaria fuerza captativa y expansiva.
Para la Logosofía, pues, el espíritu, como expresión de la fuerza anímica que alienta al ser, es una parte inseparable del mismo, cuya existencia real es innegable y perfila los caracteres de la vida misma. Lo espiritual es, en consecuencia, todo aquello que trascendiendo lo común de la vida física interesa vivamente a la inteligencia humana, ya que su función primordial, la de la inteligencia, es discernir el grado de importancia que cada acontecimiento producido fuera del orden corriente debe significar para el juicio propio.
Al establecer el conocimiento logosófico este amplio criterio sobre los verdaderos valores del espíritu y cuanto atañe a lo espiritual, explica el error conceptual acerca de esta cuestión y a la vez establece con sólidos fundamentos lo que en realidad debe constituir para el entendimiento humano la expresión espíritu, y el término derivado de ella, espiritual, con el que se acostumbra a definir el extremo opuesto de lo material.
Establecida, por tanto, esta posición, que como puede apreciarse difiere de la comúnmente admitida, la Logosofía encara los problemas del espíritu considerándolos de naturaleza tan real, visible y palpable, como son los problemas del ser en su orden físico y material.
Es esta posición, entre muchas otras, que distingue y da su carácter original al conocimiento logosófico, la que está ganando día a día el interés, la simpatía y la adhesión de cuantos, en los más variados ambientes del pensamiento, toman contacto con la Logosofía, pues nada hay que atraiga más al corazón humano que la sencillez y limpieza en las expresiones y la claridad y profundidad en los conceptos, ya que a todos gusta, indiscutiblemente, moverse alumbrados por la luz del día, con la cual se puede ver lo que hay frente a sí, que caminar entre las sombras llenas de fantasmas, criados ya por el error, ya por la credulidad humana, con que suele estar poblado el mundo.