Sabido es que todos los seres humanos nacen siguiendo un proceso biológico natural e idéntico, y que a todos se les ha determinado un destino común. Se entiende, naturalmente, que esto rige para el que quiera seguirlo por el lógico y tortuoso camino, desde el principio hasta el fin, pero no quiere decir que cada uno no pueda cambiar ese destino, apartándose del común y forjándose uno nuevo. Todos sin excepción gozan de tal privilegio.
Es curioso observar las veces que uno se pregunta si el hecho de cambiar un rumbo por decisión propia o mejorar una situación o alcanzar una dicha o lograr un porvenir mejor, inesperadamente, no sería puro fatalismo, o sea, fatalmente predeterminado. Quienes pensaran que cuanto les acontece está predeterminado por el fatalismo, incurrirán en el gravísimo error de creerse privilegiados del destino, de la suerte o de algún protector invisible.
Ahora bien; como es lógico admitir que no existe tal privilegio para nadie, pues de existir lo sería para todos, tendríamos que ese hecho no podría ser jamás atribuido a determinaciones ineludibles del hado. Si pensamos bien nos formularemos la siguiente pregunta: ¿Por virtud de qué mérito o prerrogativa, ese destino ignoto llamado fatalidad podría haber favorecido a un semejante? Suponer que ello es posible sería admitir la injusticia en las leyes supremas, las que, sobrentendido, nunca otorgan distinciones tan excepcionales.
Examinando, pues, el hecho con sensatez, aparece explicado con toda claridad que la fatalidad no existe más que para la imaginación de aquellos que se han obsesionado en creer que existe, del mismo modo que no hay fantasmas más que para aquellos que creen en ellos, y viven asustados constantemente viéndolos aparecer por todas partes.
Todo tiene una razón que es necesario encontrar para descubrir el porqué, la raíz de la cuestión. Es preciso acostumbrar a la inteligencia a discernir cada cosa, cada hecho o cada movimiento que represente o sea para la razón un motivo de juicio.
Ampliando el campo de la investigación se verá cuán necesario resulta hacer una revisión de muchos de los conceptos que en el mundo común, desde largo tiempo, han sido aceptados y que no contienen, por cierto, la verdad que se les atribuye. Si estando frente a un abismo nuestra razón nos dice que pereceremos si nos inclinamos sobre él y nos dejamos caer en la penumbra del mismo, deberemos retirarnos; pero si nos obstinamos en no ver el peligro y por tal descuido caemos, no debernos atribuir a la fatalidad el haber caído. La explicación es simple: no se ha hecho uso de la razón y se ha quedado a merced de una fuerza ciega que arrastró al abismo. Este principio es aplicable a todas las cosas.
Queda, pues, evidenciado que el destino es factible de ser modificado; más aún, cada ser es responsable de su propio destino, sobre todo si se tiene en cuenta que éste es el resultado de sus hechos, pensamientos y palabras. ¿Pueden, acaso, tener el mismo destino dos personas de igual edad, medios y condición, si una alcanza por su consagración al estudio, al trabajo y dedicación a nobles fines, un alto sitial entre sus semejantes, y la otra expía tras las rejas sus desvíos? Afirmar que sí sería negar el libre albedrío y la voluntad, de la cual cada uno es dueño.
Sin ir más allá, todo ser tiene trazado el itinerario que debe seguir diariamente. El que acude a cumplir con su obligación y luego de cesar ésta vuelve a su casa para descansar, sin preocuparse más allá, ahonda ese itinerario con los caracteres con que se graba su destino. Es sabido que quien debe ir a la Universidad, al taller o a cualquiera de las ocupaciones que tenga, realiza su destino diario, que se cumple porque el deber y las necesidades de la vida así se lo exigen. Pero fuera de esa obligación, y una vez colmada esa necesidad, podrá usar de su albedrío como mejor le convenga, dependiendo del aprovechamiento de sus horas libres, el destino que vaya forjando a través de sus edades. Si malgasta ese tiempo, si pasa las horas y los días vegetando, he ahí su destino común, sin ninguna variante; pero si opta por lo mejor, si utiliza su tiempo en ensanchar sus posibilidades y va cumpliendo etapas de progreso y de superación, su destino cambiará fundamentalmente.
¿Ha jugado en esto algún papel la fatalidad? Ninguno. Ha obrado, simplemente, la libre voluntad individual, la libre elección. El destino del que no sabe queda limitado siempre a un lugar dentro del cual se mueve perezosamente. El destino del que sabe es, en cambio, un lugar muy amplio, donde puede moverse holgadamente; y ya lo ha expresado el saber logosófico en otras palabras: ese destino cambiado en sí mismo, aun puede multiplicarse abriendo el camino a los detrás.
No hay en el mundo un ser humano a quien le sea negado un sitio sobre la tierra. Dondequiera se coloque, ése es el sitio que él está ocupando en el mundo. Y nadie ha osado quitar a su semejante ese sitio. Hasta después de muerto, también se ocupa un sitio. De modo, pues, que cada uno tiene un pequeño espacio en el mundo que nadie puede quitarle, espacio que es posible trasladar dondequiera vaya, porque será siempre ése el que ocupe, y cuando sepa llenarlo con dignidad, es indudable que irá ampliándolo de tal manera que podrá ofrecer más luego, amplios sitios a los demás.