Cuando se habla del pensamiento, es común referirse indistintamente, ya lo hemos señalado en otras oportunidades, a la razón, a la mente, a la inteligencia, la reflexión, la imaginación, etc., como si todo tuviera la misma función, y hasta son muchos los casos en que se toma una por otra sin discriminación alguna.
La Logosofía define la función de pensar como un acto que ejerce la mente para elaborar un pensamiento, una idea o, simplemente, la descripción de un motivo que una circunstancia determinada exige a los fines de una explicación. La función de pensar es, pues, un acto, diríase, creador, desde el momento que crea en la mente, la existencia de un pensamiento o una idea que hasta ese instante no existía; pero también ese acto llena otras necesidades de la inteligencia, como es la de coordinar y seleccionar los elementos que luego habrán de usarse para encarar asuntos o problemas, ya de incumbencia personal, ya general.
La función de pensar se diferencia nítidamente de todo esfuerzo mental que pueda hacerse para recordar conocimientos o cosas que se hallaban ausentes de la zona mental inmediata al dominio espontáneo de la propia voluntad, sea por olvido o por falta de uso de los mismos. El esfuerzo mental para recordar, atrae los pensamientos olvidados y esto, naturalmente, nada tiene que ver con la función de pensar. Cada uno, según sea su capacidad mental y el cultivo de su inteligencia, puede tener a su disposición un acopio de conocimientos que por pertenecer a su acervo personal no requieren un nuevo proceso de elaboración, y cuando la inteligencia se dispone a usarlos, espontáneamente los toma del archivo mental propio, archivo que, como es natural, constituye el caudal de saber adquirido por el estudio y la experiencia.
En el trato corriente es frecuente observar cómo se confunde de continuo el papel que desarrolla la inteligencia con el de los pensamientos y la función de pensar. Quien haya hecho estudios a fondo sobre estas, en apariencia, complejas cuestiones del entendimiento, habrá podido sorprender sin mayor dificultad, la diferencia substancial que señalamos entre uno y otro acto de la mente o de la inteligencia.
Lo cierto es que la función de pensar se ejerce, casi siempre, en los momentos dedicados al estudio, o en los que se deben encarar, por exigirlo así las circunstancias, asuntos con participación activa de la propia capacidad; en cambio, en las relaciones diarias entre unos y otros, generalmente se usan pensamientos de diversa índole, que cada uno tiene a disposición dentro de su mente.
Esta discriminación que hacemos entre la función de pensar y los pensamientos, es en extremo necesaria para el ordenamiento de las actividades de la inteligencia y, sobre todo, para que se pueda tener una visión clara respecto a cómo debe uno comportarse en el empleo de las propias opiniones y de sus juicios.