Es un hecho incuestionable, por lo real, que todos los que concurren a los centros de cultura y estudio de la Fundación Logosófica, encuentran allí nuevos elementos para ilustrarse y orientar la vida en medio de las múltiples dificultades que en la hora presente se crean al ser, pues a nadie faltan problemas, preocupaciones, aflicciones, ansiedades y aspiraciones, siendo tan grande su cúmulo que hasta llega a abrumar el ánimo, en forma tal, que, prácticamente, pocos son los que se hallan capacitados para resolver por su sola cuenta semejantes situaciones. No hay que olvidar tampoco, que el temperamento humano, salvo las excepciones corrientes, es tímido por excelencia, de lo que resulta muy natural que muchos, por temor a equivocarse, no se atrevan a enfocar y encarar por sí solos las situaciones de que hablábamos. De ahí, entonces, que el espíritu humano experimente la necesidad de acudir allí donde presiente que su entendimiento puede ser auxiliado para abarcar en su totalidad el área de los problemas que le preocupan, y su ánimo puesto en disposición de embestir con la mayor probabilidad de éxito las dificultades propias de los mismos.
Consideremos cuántas veces la mente, no obstante sentirse incapaz de producir una idea o de hallar el recurso que le falta para resolver un planteo, acierta en sus determinaciones al captar las sugerencias ofrecidas por las ideas de otros en análogos terrenos de preocupación. Y la dilucidación de problemas, sea en el orden general o individual, al par que alivia el peso de las preocupaciones, ¿no prepara a la inteligencia para madurar sus reflexiones y conduce a pisar sobre seguro en el campo de las comprensiones amplias?
Es consejo reiterado en la esfera de los pronunciamientos logosóficos, no habituar al entendimiento a ver las cosas tan disminuidas como las presenta la propia limitación, ni tampoco exageradas al extremo de que en vez de una verdad sencilla, aparezca dibujada una caricatura, y, como tal, unos rasgos estén en ella aumentados y otros, disminuidos u omitidos.
Esencial es afirmar en la conciencia la convicción plena de que los problemas, las preocupaciones y las horas amargas de la vida, por largas que parezcan, habrán de pasar, en tanto que el ser sobrevivirá toda eventualidad. He aquí la mejor forma de fortalecer el espíritu frente a la adversidad, por obstinada que se manifieste su crueldad, y he ahí, también, una conclusión feliz a la que sin dificultad puede arribarse. Todo pasará, mas la vida del hombre quedará y se irá extendiendo hasta el fin de sus días. ¿Por qué, entonces, pretender que todo se acabe con un fracaso o un revés, por fuertes que éstos sean? Los fracasos son heridas que es necesario curar para que no se infecte el ánimo y ponga en peligro la vida. Curada la herida, quedará la cicatriz, pero ésta no afectará en nada la existencia.
La evidente realidad de los hechos y de las cosas lleva al hombre a adquirir la costumbre de no ver con limitación cuanto se pone a su alcance, ni a poner fin, imaginariamente, a los procesos naturales, que deben seguir su trayectoria hasta el momento culminante en que sobreviene el desenlace, que explica la eventualidad o experiencia vivida, cuyo estudio es de gran valor, desde que enseña a manejarse en medio de éste mundo tan borrascoso, tan cruel y, a veces, tan agitado y convulsionado por las ideas y pensamientos que cruzan aciclonados mares y continentes, pretendiendo arrastrar tras de sí a todas las mentes.
¿Con qué recursos o elementos cuenta el ser para no naufragar en semejantes situaciones? Es necesario conocerlos para pulsar, recién, hasta dónde se es capaz de asumir la responsabilidad que, lógicamente, debe incumbir frente a los hechos, pensamientos o ideas, relacionados directamente con las propias acciones. Asimismo, es necesario conocer las fuerzas que se mueven en el mundo y saber comportarse con ellas empleándolas con acierto y beneficio. Una de esas fuerzas, y de las que mayor influencia tienen, es el tiempo considerado como expresión de vida; fuerza de todo punto incontrariable so pena de sufrir graves consecuencias. Requiérese, a fin de no extraviarse en conjeturas erróneas, tener una comprensión básica al respecto.
A nuestro juicio, se hace imprescindible proceder a una concentración del tiempo en uno mismo para poder emplearlo a voluntad. Hay que tener presente que cuando éste es malgastado se pierde con él parte de la vida y aun de la fuerza que anima la existencia. ¿No se cuenta, acaso, con el tiempo en todas las circunstancias de la vida? Si estamos junto al lecho de un enfermo, el tiempo es el que preside las horas inciertas. Es el tiempo el que apremia en todas las horas de la vida y el que obliga al hombre a caminar. Es el tiempo, también, el que le ofrece la posibilidad de alcanzar el poder de dominar sus reacciones.
Cada reacción que el hombre experimenta es una lucha contra el tiempo. Inconscientemente, éste trata de destruir lo que más estima, sin tener presente que el tiempo todo lo envuelve y a todos repite la misma frase: — «Espera, espera, espera».
Eso es lo que dice el tiempo con su lenguaje magnífico a los que desesperan; a los que pretenden someterlo a su antojo; a los que quieren que las cosas se hagan cuando se les ocurre o cuando se proponen hacerlas.
¿Qué misterio es ése, que nadie o muy pocos pueden desentrañar, que hace doblar la rodilla de los hombres mientras siguen su marcha por el mundo, caminando y pensando, incapaces de resolver sus problemas? El tiempo; el tiempo que se dejó escapar en tanto que la vida transcurría en el vacío de la trivialidad. De ahí que luego, cuando el hombre quiere reclamar ese tiempo buscando recuperarlo, éste, con imperturbable gesto le responde implacable: – «Espera, espera, espera. Así como -en otras oportunidades me dejaste pasar, espera ahora a que vuelva. Entonces te ayudaré».
Hay que marchar, pues, con el tiempo, y, de ser posible, aventajarlo, porque a éste le agrada que lo aventajen; le agrada que a su llegada haya alguien esperándolo con los brazos abiertos, en vez de hallar desierto el lugar que cada uno debería ocupar.
En miles de siglos no se ha sabido comprender el significado que entraña el tiempo, y éste se ha perdido y seguirá perdiéndose mientras el hombre no se convenza de que hay que seguirlo de cerca y aun adelantarse a él.
He aquí, en síntesis, el drama que vive el mundo y que vive el hombre en particular: el drama del tiempo.
Quien logra alcanzar la inteligencia del tiempo se sitúa en el centro de la eternidad; ya no desespera con el tiempo físico ni agita su espíritu perturbándolo con cosas pueriles o sin importancia, sino que lo serena y lo vigoriza, centralizando su ser en esa posición de permanencia en el tiempo.