No sé si los poetas te cantaron, ¡oh sublime almohada!, los salmos y las alabanzas que tu anónima misión ha podido inspirar a las luces del ingenio humano.
No sé si alguien te ha recordado en sus memorias o dedicado unas líneas en las hojas de algún libro en las que te expresara gratitud.
Yo te ofrezco esta humilde ofrenda en la esperanza de que los que la lean te sabrán venerar como se veneran las cosas santas, que conmueven las fibras más íntimas de nuestro sentir.
De muchas cosas se ha ocupado el pensamiento humano, y de muchas aún se seguirá ocupando en el futuro, mas de ésta pienso que no. Se me ocurre que hasta se estimaría ridículo asignarle la menor importancia o hacerla objeto de alguna atención.
La almohada. ¿Qué es la almohada? Pues un bolso lleno de plumas o de lana que la gente utiliza para dormir. ¿Quién se ocupa de ella? La que ordena nuestra habitación cuando nos levantamos, dejando la cama lista para la noche, con el especial cuidado de ocultarla entre la colcha para que no muestre su palidez mortal.
¿Será, pues, posible que la almohada, esa cosa inerte que nadie mira ni recuerda jamás, pueda ser motivo de algún interés, de alguna consideración por parte nuestra? ¡Fantasías, hombre, fantasías! Pero… ¿cómo? ¿Es que la almohada no significa nada para nuestra vida? ¿No es acaso ella la primera en ofrecer a nuestra cabeza su piadoso y blando sostén cuando venimos al mundo? ¿No es ella la que desde el primer instante recoge nuestras lágrimas; la que vela nuestro sueño de niños, regocijando las dulzuras de la holganza infantil; la que más íntimo contacto tiene con nuestra frente, con nuestro rostro, con nuestros pensamientos?. . .
Sobre la almohada descansa la cabeza fatigada por el trabajo diario. Ella serena el espíritu en sus momentos de angustia. A ella confiamos los pesares y las preocupaciones, experimentando el alivio que hace benignas las horas del reposo.
Cuántas veces, cuando niños, hemos corrido en busca de la almohada para enjugar nuestro llanto como si fuera la única capaz de consolarnos. Y cuántas veces también, siendo hombres, nos amparamos en ella como si fuera el regazo de un ángel y sentimos la caricia y la expresión tierna y compasiva de su consejo. ¡Cuántas veces encontraron nuestros ojos cargados de amarguras, ese dulce refugio!
Si estamos enfermos, ¿no hace, acaso, prodigios para adaptarse a todas las posiciones en que quiere colocarse nuestra cabeza? ¿No es ella el testigo que guarda el secreto de todo lo que pensamos, hicimos o hemos de hacer en la vida? ¿No es ella la que comparte nuestros momentos de mayor dicha y la única que no se niega a recibirnos cuando nos sentimos tristes, cuando la adversidad nos persigue? Ella, que cuanto más cansados estamos, tanto más se prodiga para hacernos plácido el sueño; que recibe por igual y con la misma solicitud la cabeza sudorosa del obrero y la perfumada tez del encumbrado; que no se esquiva a la cabeza del malvado ni protesta cuando se convierte en cojín de perros o de gatos.
Ella, la almohada, es la que recibe al final de nuestros días el último suspiro y, a veces, nuestra última lágrima.
De ella puede el hombre aprender discreción. Su virtud, su gran virtud, es la de servirle, en sus momentos más difíciles, con humildad extrema, sin exigir nada. ¿No será, quizá, la almohada, el libro donde se graba toda nuestra historia con caracteres imborrables, libro que solamente Dios puede leer porque es ella, solamente ella, la que contiene la esencia de nuestra vida, esa misma esencia que pensamos se gasta en el curso de nuestros días?