¡Amistad! ¡Oh, sublime palabra a cuyo conjuro se desvanecen las sombras que aíslan al espíritu humano del diáfano resplandor que alumbra los afectos más puros y santifica el sentimiento que por la fuerza del vínculo une las vidas en la plenitud de la confianza, el respeto y la indulgencia mutua!
Excelsa expresión que refirma en la conciencia la maravillosa concepción del principio substancial que alienta nuestra existencia.
El hombre que no ha rendido culto a la amistad, ha podido vivir como un ente bruto, pero nunca como un ser humano.
La amistad, tal cual es en su fondo y en su sencillez, equivale al afecto que naciendo en el corazón de los seres humanos se emancipa de toda mezquindad e interés, enalteciendo y ennobleciendo el pensamiento y sentimiento de los hombres.
No podría concebirse la amistad, si no fuera ésta presidida por el ternario simpatía-confianza-respeto, indispensable para nutrir el sentir que la constituye. Si se admite que el odio es movido por espíritus en discordia que las fuerzas del mal aprovechan para extender su abominación, con mayor convicción aún deberá admitirse que la amistad, encarnando el espíritu de solidaridad por la comprensión del afecto, puede mover fuerzas mucho más potentes que las del mal, pues ella es el gran punto de apoyo sobre el cual se cifran las más grandes esperanzas del mundo.
Es por el signo de la amistad por el que se unen los hombres, los pueblos y las razas, y es bajo sus auspicios que ha de haber paz en la tierra.
Si algo existe en la naturaleza humana que demuestre más palpablemente la previsión del Creador Supremo al infundirle su hálito de vida, es sin duda alguna, la propensión de todo ser racional a extender su afecto al semejante, ya que en ello, podría decirse, estriba el mantenimiento o perpetuación de la especie humana. La fuerza que la amistad infunde recíprocamente en los seres sostiene la vida a través de todas las adversidades y la perpetúa, pese a los cataclismos que ha debido soportar el mundo.
La amistad entre los hombres logra realizar lo que ninguna otra cosa, por grande que sea. No sería aventurado afirmar que ella es uno de los pocos valores de esencia superior que aún quedan en el hombre, que lo elevan y dignifican haciéndole generoso y humanitario.
Cuando este sublime sentimiento cesa de existir como palanca del entendimiento, la humanidad se desploma por la pendiente de la destrucción. Lo estamos viendo hoy en el Viejo Mundo. La cólera suele remplazarla a menudo si no se la arraiga profundamente en el alma del ser, consagrándola como parte incorruptible de su propia vida.
El que profana una amistad lealmente forjada en el crisol de las múltiples y mutuas pruebas que llevan el sello de la sinceridad, comete uno de los más grandes pecados que tarde o temprano habrá de purgar con merecidos castigos.
No se violan impunemente los preceptos naturales que hacen posible la convivencia humana. Toda amistad sincera es presidida por el mismo Dios; quien traicione esa amistad infiere, en consecuencia, una incalificable ofensa al Supremo Juez de nuestros actos.
Si bien es cierto que no todos pueden inspirar y aun profesar una verdadera amistad por carecer de sentimientos adecuados para no desvirtuar el significado que substancia su innegable mérito, o por impedírselo, generalmente, características mentales o psicológicas adversas, es de todo punto de vista admisible que puedan, superando las condiciones personales, alcanzar la gracia de una amistad o de muchas. Los necios, sinónimo de insensatos, los hipócritas, los vanidosos y los cínicos, sólo crean enemistades.
Pero, una cosa que no saben los que destruyen francas y nobles amistades, es que la corriente de altruista afecto que bruscamente corta el que defrauda a su semejante, encuentra siempre sólidos puntos de apoyo en el corazón de los demás, de aquellos que más próximos estuvieron de esta amistad.
Por lo general, los hombres olvidan en qué circunstancias nació ese sentimiento y cómo fué aumentando gradualmente, hasta los límites del mayor aprecio. De ahí también, que aparezca en el alma de los que la tronchan sin justificación alguna, el tan despreciable estigma de la ingratitud.
Fácil será deducir a través de lo expuesto, que la humanidad sólo dejará de existir como tal, si la amistad se extinguiese por completo en el corazón de los hombres.