En todas las épocas por que ha atravesado la humanidad, nada ha dado más categoría y prestigio a los pueblos civilizados que el desarrollo de su capacidad de estudio; capacidad tanto más amplia cuanto más oportunidades se ofrecieron a la inteligencia para su libre manifestación.
Ningún pueblo habría podido sobresalir y ocupar un lugar de privilegio en el concepto de las naciones, ni figurar entre los más destacados de la historia, si no hubiera existido ese esfuerzo loable de la inteligencia que edificó tantas obras, esclareció tantas mentes y propició tantos ejemplos.
La fuerza moral de las nacionalidades surge siempre de la potencia de su cultura y de la ilustraciún de sus pensamientos. La capacidad de estudio crece o decrece según sea el estímulo que tenga para su desarrollo. Ninguna labor debería ser más respetada –ya que no remunerada– que la que realiza la inteligencia, pues sólo a ella se debe cuanto adelanto se ha efectuado en todos los órdenes de la vida.
La decadencia de los pueblos sobreviene cuando se les priva del más grande de los estímulos que ha reclamado siempre el pensamiento del hombre: la libertad.
En todos los tiempos, desde que existe el uso de razón, la inteligencia humana se ha rebelado contra todo cuanto pretendió restringir o reglamentar su cometido. Hablamos de las inteligencias bien inspiradas, cuya elevación de miras jamás traicionó la esperanza de sus semejantes. Ellas fueron las que en todas las épocas de la historia, fecundaron con su talento generaciones enteras. Bien es sabido que para las ideas no constructivas, o, mejor aún, para aquellas que se caracterizan por su origen exótico y extemporáneo, están las leyes, ir tras de éstas, los magistrados que habrán de juzgar esas ideas si el desnivel moral o social a que hubiesen llegado lo hiciera necesario.
No puede negarse ya que lo que engrandece a una nación, más que sus riquezas materiales, es el concurso y el esfuerzo de los hombres de inteligencia. Es en el respeto a las prerrogativas de la conciencia humana, en la gravitación de los valores individuales y en la justa estimación de los conceptos, donde reside invariablemente la mejor prueba de su independencia y soberanía.
El sentimiento de nacionalidad surge, precisamente, de la capacidad de estudio y de trabajo de una nación. El concepto de patria exalta los deberes del ciudadano en resguardo de la invulnerabilidad de su tierra natal. La nación constituye un cuerpo jurídico y social; la patria es el alma de ese cuerpo, encarnada en el pueblo, y es la fuerza moral que sedimenta la tradición y forja el ímpetu indomable de la sangre.
Es necesario que las masas incultas se instruyan y eduquen para que no formen el lastre político y social de una nación. Las mejoras al asalariado deben consistir, más que nada, en estímulos al estudio y en el propiciamiento de los deberes morales y sociales, que generalmente eluden los seres de condiciones inferiores. Los derechos y los deberes son dos rieles paralelos que, sin juntarse nunca, hacen deslizar en marcha ascendente la máquina del progreso.
¿A qué mayor gloria puede aspirar un país, que a sobresalir entre los primeros por su aporte en pro del mejoramiento humano y a contar en su seno con capacidades que, sobrepasando las mejores, hagan surgir por doquier la necesidad de consultarlas como a autoridades reconocidas en todo el mundo?
¿Cuántos esfuerzos no hemos visto malograrse en pleno desarrollo, por no encontrar el ambiente propicio ni el aliento que tanto contribuye a avivar la llama del entusiasmo y del empeño? Toda idea nueva nace en la mente del hombre, por lo general sin más amparo que su propia fuerza moral. Duras y petrosas son las horas que siguen a su nacimiento; se la defiende como a la propia vida; por ella se lucha y por ella se suelen experimentar los más crueles momentos, sobre todo si ésta, triunfando contra la violencia de los insensatos, contra la indiferencia o la envidia de los muchos, toma cuerpo y se expande beneficiando generosamente a la especie humana.
Propiciar, pues, la capacitación por el estudio, exaltando la conciencia en manifestaciones amplias del pensar y sentir, es realizar una obra fecunda, y es la mejor inversión que el capital político, social y espiritual de un pueblo puede hacer si quiere alcanzar las cumbres de la gloria.