No nos referimos a la libertad de emitir opiniones, consagrada por nuestras leyes, sino a la libertad de pensar, en su íntimo sentido: la posibilidad de reflexionar y obrar, en todo momento, con independencia de prejuicios, de ideas ajenas, del «qué dirán», etc., y asimismo, no hacer, pensar ni decir lo que no debemos.
En este sentido, ¿quién se supone ampliamente libre?
En diversas oportunidades hicimos notar que casi todos creemos obrar conforme a nuestra voluntad y ser dueños de nuestra mente, sin advertir que tercian en tal circunstancia factores que son ajenos a nuestro propósito —algunos de ellos del más dudoso origen—, cuales serían los muchos pensamientos que suelen adueñarse de la mente y obran burlando el control del hombre.
Observe el lector a esas personas cuya vida es el reflejo del torbellino psicológico que reina en su mente. Cambian sin cesar de dirección, de ruta, de propósito; jamás se sienten seguras de nada; aquí y allá, tratan de adquirir, prestada, la convicción o la certeza que nunca pueden lograr por sí mismas. Hoy le piden a un libro, mañana a un conferencista, después a una ideología, a una religión, a un partido, etc.
¿Tienen estas personas libertad de pensamiento? ¿Piensan y obran de acuerdo a su.voluntad? Fácil es la respuesta: la voluntad, encuentra en ellas dominada por conciliábulos de pensamientos ajenos que, a cierta altura de la vida, llegan a serles tan necesarios como el alcaloide al toxicómano. «No puedo darle mi opinión sobre este asunto; todavía no he leído los diarios. . . «. Esta sutileza de Bernard Shaw encierra, desgraciadamente, una verdad muy común.
Y obsérvese también el caso de aquellos que están absorbidos por un pensamiento, en forma que llega casi a constituir su obsesión. En circunstancias como ésta, el individuo termina muchas veces, por adquirir las características del pensamiento que lo embarga, y hasta su nombre; se dice, «fulano es un bebedor», «es un maniático», «es un amargado».
En el primero de los ejemplos que hemos expuesto, es decir, cuando los pensamientos se suceden sin orden ni concierto en la mente, hablar de la libertad que se tiene para satisfacer los deseos, es un contrasentido. Estas personas no hacen lo que «quieren», sino lo que «pueden»; lo poco que pueden alcanzar entre los vaivenes y los tumbos que les produce la heterogénea mezcla de pensamientos que llevan en su interior. En el segundo ejemplo, es bien claro que no es la voluntad de la persona la que actúa, sino el pensamiento que lo obsesiona. El gobierno del individuo está ejercido –dictatorialmente– por uno o varios pensamientos que forman un deseo, el cual instiga a los instintos hasta obligarlos a satisfacer las exigencias de los mismos.
Mientras el ser viva ajeno por completo a cuanto ocurre en su región mental y no conozca la clave mediante la cual pueda obtener un severo control sobre ella, no podrá jamás alegar que es dueño de sí mismo y por tanto, no podrá pensar libremente.